lunes, 29 de octubre de 2012



Eva…. Evitáa

El toque de diana reventó el dulce sueño de los agotados reclutas, de los soldados y clases que descansaban profundamente, amodorrados en las alineadas literas de las cuatro compañías de infantería del personal de tropa, y hasta allá, en los dormitorios de las villas de los oficiales ubicadas en la hondonada norte del Batallón 5to. Guayas donde dormían a pierna suelta los oficiales de semana; aturdió al último velo de la pesada noche que se extinguía finalmente, interrumpida, también, por el canto afinado de los gallos tenores encaramados en lo alto de las ramas de los árboles frutales de las casas colindantes; alertó a los conscriptos antiguos y a los atolondrados reclutas que entre cabeceos aturdidos gesticulaban sordos y cansinos bostezos en sus puestos de centinelas esperando impacientes el cambio de guardia de la mañana.

La trompeta esparció por última vez su armonía marcial anunciando que empezaba un nuevo día de trabajo, de instrucción de combate, de insultos mortificantes, de ¡carrera mar, animales! para luego ir –podridos de sudor- a tomar como desayuno una mediana vasija de desabrida tintura liquida de café o hierbaluisa acompañada de dos panes sin levadura. Los reclutas, los “varios servicios” que elegían la cocina para licenciarse “a vaca” en el servicio militar obligatorio, se afanaban desde el amanecer hasta el atardecer sobre rústicas y patulecas mesas en las que se disputaban los abundantes desperdicios de la faena un hervidero de asquerosas cucarachas; ese era el preludio cotidiano del desayuno, del rancho del mediodía y la comida de la tarde. A diferencia de ellos era un asunto de locos el corre y canta de los reclutas de tropa que debían adaptarse a ese trajín hostigoso que les revolvía el estomago y que se les atravesaba en la garganta con una permanente sensación de vómito por la repulsión gástrica, pero el hambre apretaba y terminaban tomándole gusto a las raciones incondimentadas del rancho. Cada día apenas si tenían tiempo para aprovechar los pocos nutrientes que degustaban pues debían engullir la sopa caliente, el arroz caliente, la escuálida presa caliente cuando había, y correr a los grifos de los largos mesones de cemento a enjuagar con un chorro de agua las mantecosas vajillas para secarlas en la tela de la camisa del mugriento y descolorido uniforme de campaña, luego, a correr a nueva formación -apurados por la voz de mando del clase de semana- para dirigirse a las sitios de instrucción teórica o a las prácticas de instrucción en las pistas de combate.

El toque de diana era algo así como una chicharra fastidiosa que zumbaba en los pabellones auriculares con necia insistencia, jodía, reventaba dentro del cerebro alterando la quietud del descanso. Era entonces cuando comenzaba el alboroto de la rutina diaria de las botas huérfanas; de las camisas estranguladas en nudos difíciles con lo que se distraían los centinelas al interior de las cuadras para no quedarse dormidos en sus rondas; de los ¡Putamadre, carajo! ¡Reclutas huevones, fifiriches! provenientes del proverbial lenguaje militar del ayudante del clase de semana que aprovechaba la confusión para repartir guachazos a gusto sobre los fibrosos cuellos acompañados de la advertencia de ¡No regreses a mirar hijo del burro! ¡Civil mal amansado! (¡A este me lo como afuera cuando salga de esta guevada! –El primer pensamiento que explota raudo en la psiquis del recluta- ¡Si, me lo como chucha!...!Ya vas a ver...... cuando salga de esta Guevada, milico maricón!)

Era entonces cuando los conscriptos corrían apresuradamente en busca de la salida de la compañía o cuadra, atropellándose en el apuro loco de las carreras y terminando de arreglar el uniforme para alinearse en una formación perfecta de dos filas, de acuerdo a su estatura, segundos antes del parte militar de la mañana. El piso reventaba por la percusión atropellada de las botas de los reclutas que zapateaban intentando lograr una alineación inflexible mientras se refregaban los ojos adormilados por última vez.

El malencarado clase de semana hace su aparición y se ubica frente a la hilera ¡alinien... arrrrrrr -ordena y complementa-, reclutas mal amansados, mamarachos! La hilera se mueve como una serpiente asustada, contorneándose de un lado a otro, intentando la rigidez uniforme de una formación disciplinada ¡Atención... firrrr! Los cuerpos se templan y los dedos de las manos apuntan hacia el suelo como puntas de lanzas suspendidas. ¡Vista a la deeeeeeee… rè! Las cabezas hacen un medio giro en dirección a los primeros hombres de las filas (algunos cuellos crujen con el movimiento) y la odiosa voz del militar de cachetes rojos e inflados atruena nuevamente en el espacio ¡numeren... arrrrrrr! Números veloces se desprenden de los labios de los reclutas... uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, och… och… ocho cho cho… ¡vuelta la cuadra hijos del burro, carrera marrrrrrrrr! y los cuadrúpedos salen desbocados a velocidad máxima alrededor de la cuadra para cumplir con la orden del uniformado ganadero de turno.

Una y otra vez son enviados a galopar alrededor de la compañía (cuadra), el sudor empieza a despertar agrios olores en las axilas de los reclutas, corre desde las sienes en líneas profusas hacia el cuello y las partes íntimas, empapándolos con la humedad insufrible del trópico. Una y otra vez obedecen las mismas ordenes, acostumbrados, desde luego, a ese maltrato psicológico diario, llevando en el interior de sus pensamientos cada uno a su manera, la forma en como se desquitarían allá, afuera, “en la vida civil”, todas las humillaciones recibidas (promesas convencidísimas que jamás se cumplirían pues la costumbre mataba la motivación, y las excepciones eran mínimas). Por fin la voz del grasoso cachetón colorado ordena ¡a la deeréee... marrrrrr! Los reclutas hacen un medio giro y marchan en dirección al patio central.
La voz ronca del Mayor Evaristo Panchis, comandante encargado del Batallón, militar de la sierra y habitante de páramos húmedos, los recibió como un chispazo eléctrico en ese mañana en la que ya se había instalado el poderoso astro que quemaba como brasa los costados purulentos de las frescas cabezas rapadas de los reclutas.

“Evaaaa, Evitàa”, como lo llamaban a sus espaldas los oficiales de menor grado, y los suboficiales, y los clases, y los soldados, y los conscriptos, y también los reclutas, estaba furioso y tenía los ojos enrojecidos por la ira. Su chistoso mechón de pelo necio al estilo hitleriano le cubría la calvicie frontal. Podía notarse con facilidad a esa distancia las gruesas venas que inflaban su pícnico cuello serrano cuando empezaba a gesticular luego de la ceremonia del parte.

Eva, le había dicho su histérica y rellenita mujer, Evitáa -justo a las cuatro de la mañana-, hay un ruido extraño abajo –insistió tanto que Evaristo tuvo que levantarse, rastrillar la pistola de dotación y seguir el rastro del ruido hasta el descanso de la escalera de acceso al primer piso alto del edificio del condominio de oficiales. Fue allí cuando a través de rejas de la puerta principal sorprendió a los centinelas (un soldado y un recluta), de la guardia exterior nocturna, profundamente dormidos, a un costado del frente del edificio. El gato de casa lo estremeció al sobársele por el pijama, masculló entre dientes ¡Gato cabrón! y estuvo a punto de pegarle un tiro. Llamó inmediatamente al batallón, del batallón llamaron al “ronda”, el ronda fue hacia el lugar y desarmaron con precaución a los centinelas amodorrados para luego despertarlos, solo faltaban tres minutos para el cambio de guardia.

Evitá miró en dirección de la tropa. Su cuerpo maduro y entrado en años adquirió una rigidez máxima, esmerándose en componer la figura militar; los brazos un tanto hacía atrás, las manos ubicadas a la altura de la cintura, el pecho firme y la barbilla formando un ángulo disciplinado como una estatua cómica –la indómita pancita no obedeció la orden mental-. Parecía luchar contra un ataque de ansiedad poderoso y, con el ceño pronunciadamente fruncido, agilitó la recepción del parte; la lectura de la contraseña del día; el informe de plaza y ascensos de soldados y clases para el fin del semestre (Evitáa, Evaaaaaa –cuando lo llamaba así su mujer sentía un tibio ardor en las venas testiculares- ¿Que mismo pasó mijo?; apura, ven Evita que me estoy muriendo de miedo –le repitió una y otra vez-).

El centro del patio quedó desierto, los clases y el oficial de semana una vez terminado el parte regresaron a filas a esperar las órdenes de su comandante. Las compañías formadas dibujaban una disciplinada U que ocupaba los tres cuartos del patio o plaza de partes y ceremonias castrenses. Los clases de menor grado, soldados, conscriptos antiguos y reclutas, en actitud profundamente silenciosa parecían pegados al suelo, clavados por un peso martillante, desesperante, que los estresaba hasta el colmo.

El Mayor Evaristo se adelantó unos pasos, lentamente, repasando con la mirada una y otra vez la formación de la tropa, se detuvo y empezó a exprimir un severo y confuso discurso militar para terminar con el acostumbrado lenguaje humillante ¡Reclutas mal amansados, hijos del burro, nenas, soldados mariquitas, muérganos! Él, viejo zorro del ejército, sabía que sus imbéciles conceptos e insultos denigrantes eran devueltos mentalmente por parte de sus subordinados.

¡Mis soldaditos de plomo también “rucos” en la guardia, dando el mal ejemplo a esta tarea de inservibles mariquitas civiles! Los reclutas murmuraban en voz baja, en sus pensamientos más íntimos ¡Tu madre Evitáa, viejo gorila maricón!

Panchis se ubicó justo en el centro de la plaza de ceremonias, afirmó los puños sobre los costados de su cintura y ordenó poseso de ira, a toda voz, ¡Todos los clases mayores ubicarse detrás de estos costeños maricas hijos del burro! Los sargentos guayacos sintieron un cosquilleo insubordinado debajo del ombligo y le respondieron con el pensamiento ¡Tu serás mariquita, serrano mandarina!

Los clases de menor grado, los soldados, los conscriptos antiguos y los reclutas, sintieron la manifestación del meloso sudor que les empapaba la piel después del corre corre por detrás de las compañías y las oficinas que rodeaban el patio de ceremonias. De las llagas laterales de las cabezas rapadas de los reclutas supuraba un líquido lechoso mezclado con el sudor.
¡Capitán Huerta, prepare al personal de inmediato! –Ordenó al oficial de semana- ¡A la orden mi Mayor! -respondió el malicioso oficial a quien se dirigió-

¡Alinien... arrrrrrr! Reventó la voz del capitán entre el silencioso espacio de las miradas y pensamientos sorprendidos del personal de tropa de las cuatro compañías. Cada compañía formaba con el sub-oficial de semana a la cabeza, le seguía el ayudante de semana (un cabo segundo o un soldado) con un pequeño tablero con mango -cubierto por una funda plástica a la medida- en el que se introducía la hoja de partes; los clases por orden de antigüedad, soldados y luego los conscriptos. En el momento de los partes (en el patio de ceremonias), el clase de semana se colocaba frente a la compañía para anotar las novedades del día, luego lo hacía llegar al oficial de semana general que se encontraba tras de él y este a su vez se dirigía al mismo tiempo con los otros oficiales de menor grado al centro superior del patio donde se hallaba el comandante del batallón (titular) para la recepción del parte.

¡Numeren arrrrrrr!.... ¡Uno, dos, tres, cuatro... cincuenta y cinco, cincu… cincuen…. cincuenta y seis, cincuenta y seis! -Se equivocaron dos reclutas- ¡Brutos, tarados, sáquenles la madre! masculló una multitud de voces iracundas ¡Vuelta a las compañías, muérganos, carrera marrrrrr! Salieron en tropel y regresaron. Nuevamente atronó la orden rabiosa de la boca del capitán Huerta ¡Alinien... arrrrrrr! ¡Numeren... arrrrrrr! Otra equivocación ¡Vuelta a la compañía Comando, carrera marrrrrr!

Hubo unos minutos de tregua. El cansancio empezaba a manifestarse en los cuerpos cansados de los reclutas que en dos días más se convertirían en conscriptos antiguos cuando los de la primera llamada se licenciaran. La mayoría sabía que se venía algo más fuerte en ese momento, ellos lo sabían en su interior pues habían aprendido en esos meses a percibir, sin lugar a dudas, los negros días del servicio militar obligatorio.

El Mayor Evaristo percibía el miedo, la rabia impotente, la fatiga, la desesperación que reinaba en el personal de tropa (con excepción de los Cabos primeros hasta los oficiales) y también sentía el fuego de la adrenalina del poder ardiendo en él, estimulándolo como una droga (el comandante titular Tnte. Coronel Carlos García se encontraba con licencia de quince días. Él era un alma de Dios en esos menesteres). Colocó las manos a la altura de la cintura, abrió un poco las piernas hasta formar un ángulo de cuarenta grados, carraspeó un par de veces e hizo dos exclamaciones irónicas ¡soldaditos fifiriches! ¡Reclutitas muérganos! como si se tratase de grandes reflexiones filosóficas.

Había llegado el momento esperado (Evaaaa, Evitáa, algo está haciendo ruido en la puerta del pasillo le había dicho su mujer a las cuatro de la mañana) en que los músculos de las piernas asumían una independencia total del cuerpo, temblaban, tiritaban, parecían desprenderse cintura abajo. En el pensamiento de los reclutas se arremolinaba un caos mental ¿Qué nos irá a hacer este viejo maricón? ¡Eva, Evaaaa… Evitáa, milico saco largo!

¡Trípode colocarse, muerganos reclutas! Las pobres cabezas rapadas se zambulleron en forma inmediata (los guachazos caían como lluvia, apurándolos) sobre las piedrecillas del piso que se incrustaban dolorosamente. La multitud de cabezas rapadas se movía de un lado a otro, buscando acomodo con el mechón sobreviviente de su cabello trasquilado, hasta quedarse sumisamente quietas; parecía que la sangre se convertía en un océano incontenible que buscaba salirse por los ojos, por la nariz, por las mejillas, por los sudorosos poros dilatados. En esa posición tenían la impresión de que las voces provenían desde un planeta distante. Algunos cuerpos se vencían a los costados, caían unos encima de otros y volvían a la posición obligados por los latigazos de las varas con los que les azotaban los clases mayores.
¿Y ustedes soldados fifiriches, que miran? ¡Vuelta al policlínico! ¡Vuelta a las cuadras –compañías-¡ ¡Vuelta a la oficina comando! ¡Vuelta a la oficina de comunicaciones, carrera marrrrrr! Los soldados se iban de bruces, tropezando en el tira y jala de la carrera con los cuerpos clavados de cabeza en el piso.

Como se sufría en esa terrible posición. El rostro arropado de un rojo sanguíneo ardía dolorosamente. Entonces comenzó el relajo de los golpes traicioneros; de las puntas de las botas que chocaban contra los muslos firmes, que buscaban la suavidad de los flácidos estómagos de los pocos obesos reclutas; que se aplastaban contra cualquier parte del cuerpo, empujándolos a cualquier lado en dirección del golpe. Ya era insufrible el relajo del azote de las ramas contra la piel desnuda de las nalgas, si, allí en ese espacio abundante de carne aglobada en el que empezaba a ser notoria una hinchazón de ampollas sanguinolentas como varices. 

¡Ah, el trípode! ¡Evaristo, Evaaa, Evitáa, viejo muérgano, saco largooooooo! ¡ayyyy, las nalgas!

El dolor se hacía cada vez más intolerante, insoportable. El desmayo iba llenando el cerebro con un cansancio fatal, fatigoso, la voz del mayor vuelve a sonar ronca y burlona ¡Levantarse bellas durmientes! ¡Vuelta al policlínico, carrera marrrrrr! Y salían como borrachos en loca carrera desde la saliente posición, pero con rabia, con ñufa, con ñeque, apretando los puños, gritando con el pensamiento ¡Serrano homosexual, Evaaa, Evitáa saco largo! Sentían ganas de llorar interiormente esa impotencia que se encerraba pecho adentro con una dificultad maldita que les impedía la respiración normal, pero no se dejarían vencer ¡No, carajo, no! Caían y levantaban del suelo, pies traicioneros aparecían de pronto y les cortaban el paso con salvaje violencia.

En diez días las cuadras se llenarían del olor a pezuña y sudor hediondo; habrían maletas plagiadas, camisas estranguladas en nudos difíciles, bolsillos ultrajados; las sabanas se entiesarían con almidón humano; habría una desesperación irrefrenable por desertar y largarse un día de esos porque ya no era posible, a veces, aguantar esa guevada de vida!

Evitáa, Evaaa… carajo, le gritaba la rellenita y amanerada mujer vestida de oficial del ejército nacional -en ese sueño bobo de la mente aturdida por la borrachera-, rodeada de trescientos lujuriosos reclutas completamente desnudos. ¡Trípode colocarte, gorila impotente! le ordenaba. Pero mi amor que te sucede ¿Porque me castigas? preguntaba a la mujer mientras miraba de reojo temeroso aquellas masas eréctiles como fusiles con la bayoneta calada.

!Y todavía preguntas, Viejo pedorro! ¿No ves que te quedaste dormido otra vez encima de mí? ¿Qué crees que soy tu colchón, ah, gorila estúpido? Le inquiría, amargadísima, su mujer.

¡Trípode colocarse, hijos del burro! ¡Reclutas muérganos! Ordenó nuevamente el oficial intentando despejar la mente. ¡Evitáa, Evaaa… viejo pécora... maricón... mandarina! –La saeta léxica de todos los reclutas emerge del contenido gris que está a punto de colapsar- !Evaristo, Evaaaaaaa… Evitáa… no seas tan putasssssssssss¡

Mijo, mijo, despierte ¿Qué le pasa? Oiga Evitáa, Evaaaaa, despierte mijooo. Bajeséeee granputa que me asfixiaaaaa.

Lcdo. Martín C Zambrano Astudillo
Huaquillas-El Oro-Ecuador




QUIEN SABE

Corría, a más no poder, sintiendo en la garganta una especie de resequedad que parecía encendérsele como hojarasca hasta el interior del pecho; que le comprimía el paladar y se le apretaba como piedra en el borde interior de las encías con insoportables ardencias, que le provocaba en la lengua la sensación desagradable y lánguida de chicle desgastado o de trapo seco dentro de la boca.

Los ojos inmensos y desorbitados se movían de un lado a otro intentando reconocer al azar el rostro amigo que se compadeciera de su desesperación y le brindara refugio detrás de una puerta, de un mostrador, de cualquier cosa hasta que pasara el peligro mortal que se cernía sobre su vida. Nada, los rostros pasaban vertiginosos e indiferentes con sus gestos agrios, serios, despiadadamente enfadados como si le sacaran el cuerpo a propósito, parecía no tener ya ninguna oportunidad más que huir para intentar salvar su vida.

A cincuenta metros, detrás de él, corría pesadamente otro hombre, el perseguidor, ojos profundos y maliciosos, mandíbula acuadrada, nariz achatada, un metro sesenta de altura, cholo, ancho de espaldas, sosteniendo una pistola. La gente temerosa corría también hacia los lados, desesperada, gritando, haciéndole camino.

Pocos metros delante del perseguido solo queda una pendiente bastante inclinada y desolada que da a una planicie desierta, sin escombros, sin plantas, sin monte, sin casas, sin muros, sin nada que le permitiera esconderse por un momento y descansar para oxigenarse.

Se detuvo, el pecho seguía palpitándole con estrépito como si estuviera a punto de explotar en un infarto inesperado, al fin, daba lo mismo. No pudo más, se resignó, giró el cuerpo para dar la cara y mirar a los ojos de su victimario, quizá éste mirando su infeliz rostro desencajado y suplicante podría sentir compasión por su terrible desgracia. En pocos segundos tuvo al perseguidor frente a frente, mirándole mientras le apuntaba en dirección a la cabeza. Cerró los ojos y esperó.

El escritor toma su cajetilla de cigarrillos, golpea un par de veces sobre la mesa del computador y escoge uno, lo lleva a los labios y prende. Se recuesta un poco hacia atrás en el sillón reclinable y siente algo de tristeza por el personaje mientras decide:. “Le daré unos minutos más de vida, quien sabe”. El humo empieza a elevarse en antojadizas espirales. …Quien sabe….

Lcdo. Martín Zambrano Astudillo
Huaquillas-El Oro-Ecuador