lunes, 29 de octubre de 2012





QUIEN SABE

Corría, a más no poder, sintiendo en la garganta una especie de resequedad que parecía encendérsele como hojarasca hasta el interior del pecho; que le comprimía el paladar y se le apretaba como piedra en el borde interior de las encías con insoportables ardencias, que le provocaba en la lengua la sensación desagradable y lánguida de chicle desgastado o de trapo seco dentro de la boca.

Los ojos inmensos y desorbitados se movían de un lado a otro intentando reconocer al azar el rostro amigo que se compadeciera de su desesperación y le brindara refugio detrás de una puerta, de un mostrador, de cualquier cosa hasta que pasara el peligro mortal que se cernía sobre su vida. Nada, los rostros pasaban vertiginosos e indiferentes con sus gestos agrios, serios, despiadadamente enfadados como si le sacaran el cuerpo a propósito, parecía no tener ya ninguna oportunidad más que huir para intentar salvar su vida.

A cincuenta metros, detrás de él, corría pesadamente otro hombre, el perseguidor, ojos profundos y maliciosos, mandíbula acuadrada, nariz achatada, un metro sesenta de altura, cholo, ancho de espaldas, sosteniendo una pistola. La gente temerosa corría también hacia los lados, desesperada, gritando, haciéndole camino.

Pocos metros delante del perseguido solo queda una pendiente bastante inclinada y desolada que da a una planicie desierta, sin escombros, sin plantas, sin monte, sin casas, sin muros, sin nada que le permitiera esconderse por un momento y descansar para oxigenarse.

Se detuvo, el pecho seguía palpitándole con estrépito como si estuviera a punto de explotar en un infarto inesperado, al fin, daba lo mismo. No pudo más, se resignó, giró el cuerpo para dar la cara y mirar a los ojos de su victimario, quizá éste mirando su infeliz rostro desencajado y suplicante podría sentir compasión por su terrible desgracia. En pocos segundos tuvo al perseguidor frente a frente, mirándole mientras le apuntaba en dirección a la cabeza. Cerró los ojos y esperó.

El escritor toma su cajetilla de cigarrillos, golpea un par de veces sobre la mesa del computador y escoge uno, lo lleva a los labios y prende. Se recuesta un poco hacia atrás en el sillón reclinable y siente algo de tristeza por el personaje mientras decide:. “Le daré unos minutos más de vida, quien sabe”. El humo empieza a elevarse en antojadizas espirales. …Quien sabe….

Lcdo. Martín Zambrano Astudillo
Huaquillas-El Oro-Ecuador

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