QUIEN SABE
Corría, a más no poder,
sintiendo en la garganta una especie de resequedad que parecía encendérsele
como hojarasca hasta el interior del pecho; que le comprimía el paladar y se le
apretaba como piedra en el borde interior de las encías con insoportables
ardencias, que le provocaba en la lengua la sensación desagradable y lánguida
de chicle desgastado o de trapo seco dentro de la boca.
Los ojos inmensos y
desorbitados se movían de un lado a otro intentando reconocer al azar el rostro
amigo que se compadeciera de su desesperación y le brindara refugio detrás de
una puerta, de un mostrador, de cualquier cosa hasta que pasara el peligro
mortal que se cernía sobre su vida. Nada, los rostros pasaban vertiginosos e
indiferentes con sus gestos agrios, serios, despiadadamente enfadados como si
le sacaran el cuerpo a propósito, parecía no tener ya ninguna oportunidad más
que huir para intentar salvar su vida.
A cincuenta metros, detrás
de él, corría pesadamente otro hombre, el perseguidor, ojos profundos y
maliciosos, mandíbula acuadrada, nariz achatada, un metro sesenta de altura,
cholo, ancho de espaldas, sosteniendo una pistola. La gente temerosa corría
también hacia los lados, desesperada, gritando, haciéndole camino.
Pocos metros delante del
perseguido solo queda una pendiente bastante inclinada y desolada que da a una
planicie desierta, sin escombros, sin plantas, sin monte, sin casas, sin muros,
sin nada que le permitiera esconderse por un momento y descansar para
oxigenarse.
Se detuvo, el pecho seguía
palpitándole con estrépito como si estuviera a punto de explotar en un infarto
inesperado, al fin, daba lo mismo. No pudo más, se resignó, giró el cuerpo para
dar la cara y mirar a los ojos de su victimario, quizá éste mirando su infeliz
rostro desencajado y suplicante podría sentir compasión por su terrible
desgracia. En pocos segundos tuvo al perseguidor frente a frente, mirándole
mientras le apuntaba en dirección a la cabeza. Cerró los ojos y esperó.
El escritor toma su
cajetilla de cigarrillos, golpea un par de veces sobre la mesa del computador y
escoge uno, lo lleva a los labios y prende. Se recuesta un poco hacia atrás en
el sillón reclinable y siente algo de tristeza por el personaje mientras
decide:. “Le daré unos minutos más de vida, quien sabe”. El humo empieza a
elevarse en antojadizas espirales. …Quien sabe….
Lcdo. Martín Zambrano
Astudillo
Huaquillas-El Oro-Ecuador
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